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No sabía que lo necesitaba… hasta que lo inventaron.

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No me digas que un iPhone, los 100 pares de zapatillas que tienes en el armario, o que la tele que cubre la pared entera de tu casa son necesarios en tu vida para vivir. No me lo digas, porque no me lo creeré por una simple razón, no son necesidades, sino deseos disfrazados de necesidad. 

 

 

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Y  no lo digo yo, lo dijo Abraham Maslow, un sabio psicólogo estadounidense, allá por 1943 con su “Teoría de la personalidad”. 

 

Organizó las necesidades en una pirámide, y las clasificó de una manera lógica que a día de hoy sigue estando vigente. Como base, comenzó con las necesidades fisiológicas, aquellas básicas en la vida, como dormir, comer o respirar; las necesidades de seguridad consisten en tener un empleo, un techo o simplemente disfrutar de tener salud; el siguiente nivel va introduciendo una parte más racional, somos personas, y como tal, tenemos necesidades de afiliación, es decir, de relacionarnos, pertenecer a un grupo y ser aceptados; escalando un peldaño, adquirimos necesidades de reconocimiento, queremos sentirnos estimados y respetados por aquellos que nos rodean; y por último, surge la necesidad de autorrealización, consistente en encontrarle un sentido a nuestra vida a través de la espiritualidad y la prestación de tiempo y ayuda a los demás. 

 

Conforme se satisface un nivel, pasamos al siguiente, pero ¿cuándo se deja de necesitar algo? Probablemente nunca, sobre todo, porque la autorrealización puede que sea la más difícil de conseguir para posicionarse en la más pura plenitud de las necesidades. 

 

Esta pirámide nos permite estudiar el comportamiento humano de una manera fácil y efectiva. La ciencia marketiniana se encargará de detectar posibles deseos que de los consumidores puedan aflorar, los convertirá en oportunidades, los disfrazará de necesidades, y ¡tachán! tú, persona insatisfecha, consumirás todo cuanto te satisfaga esa necesidad que tenías muy adentro y no lo sabías hasta entonces ¿Curioso verdad?

 

Y ahora, nos tomaremos un tiempo para reflexionar. Si hay algo que nos produce el deseo de querer algo (y no necesitarlo) son las redes sociales, quizá la herramienta que más fácilmente brinda la posibilidad de satisfacer aquellas necesidades ascendentes de la Pirámide de Maslow. Tenemos todo lo básico, buena salud, una casa donde vivir, una ocupación,  y ¿ahora qué? Sentir que perteneces a un grupo, tan cuantioso como los millones de usuarios de Facebook, compartiendo tu información 24/7 sólo puede traer sensaciones positivas ¿no? Una vida paralela virtual con cientos y miles de amigos, en muchas ocasiones ficticios, y que aún así nos hace felices. Primer paso para cubrir la necesidad de afiliación. 

 

Subimos un rango, queríamos más, e Instagram lo supo. Supo que lo visual está de moda; que lo que ves, lo quieres; y que los constantes likes aterrizando en la última foto que subiste de tu viaje, el outfit tan ideal que llevaste a la boda de tu mejor amiga, o las zapatillas que te compraste la semana pasada y en cuestión de horas llamaron a tu puerta, están gustando mucho a tus fieles seguidores. 

 

 

Es mi sensación ¿O es que de verdad necesitamos compartir todo, hasta el más mínimo detalle de nuestra (utópica) vida? ¿Buscamos la aceptación social en cada uno de los movimientos que hacemos en Instagram y mostramos una verdad muy diferente a la realidad?

 

El mundo ha cambiado mucho desde ese 1943 en el que Maslow formuló esta teoría del comportamiento del consumidor, pero resulta sorprendente pensar que este no se haya visto modificado con todas las alteraciones que ha sufrido la sociedad desde entonces. Al final será que no somos tan complejos como nos quieren hacer pensar, y que no hemos cambiado tanto como creemos. 

 

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